"Queridos Reyes Magos:
No sé si me recordarán: soy el lejano niño aquel que medio aprendió a escribir en este ruego epistolar, hace ya tantos años… Sí, el que pedía todo lo que no recibió y que se conformaba -bueno, se conformaba…- con lo que le decía su padre: “Los Reyes no habrán dado con el pueblo, hijo. Este pueblo está muy lejos”. Yo no me conformaba, porque a los vecinos ricos de la calle sí que les traían cosas, las que pedían y las que ni podían imaginar, que no sé cómo a mí no me traían siquiera lo que ellos no esperaban y les sorprendía.
Soy aquel niño que todos los años, sin perder ni una hoja de esperanza, volvía al papel, a la tinta, al ruego, al buzón (¿en qué valija del aire están, esperando respuesta, todas las cartas de niños pobres de la historia?)… Magos de mi infancia, benditos y siempre perdonados Magos de mi niñez, aquella niñez que al final acababa siempre igual: jugando en el corral, en un montón de tierra, con sus propias manos, unas manos que querían hacer todo lo que hubieran hecho los regalos que nunca tuve. Mis Reyes, como no había noticias de ustedes, fueron los niños que se cansaban de sus juguetes, que los daban, averiados, pero los daban. Y yo convertía mi juego en un país de inválidos que me hacían feliz.
Soy aquel niño que si bien no lloró nunca al ver su ventana sin los juguetes pedidos, lloró cuando alguien le dijo que los Reyes eran los padres… Y es que, por pobres que fueran ustedes, más pobres eran mis padres, y a mis padres sí que no podía yo pedirles aquel mundo de los escaparates del pueblo: una escopeta, un balón, una bicicleta… De modo que lloré por pobre, no por ser un niño sin juguete, no porque los Reyes no dieran con mi pueblo. Lloré como lloro ahora, Reyes Magos de mi edad adulta, Reyes Magos de todos los 6 de enero vividos con conciencia. Y no lloro tanto por lo que no me traen como por lo que se han llevado las estrellas, el viento, el río, el tiempo. No sé también si ustedes saben que mi infancia quizá duerma en una de esas cajas de la vuelta a Oriente, en cualquier bulto de sobra, que hay infancias que saben esconderse entre los juguetes y los sueños y no hay quien las encuentre. Si lo sabré yo, majestades…
Les escribo no para que me traigan lo que nunca me llegó, sino para que me devuelvan lo que fue mío, mío, egoístamente mío, y que se me perdió en las huellas de sus camellos, en los sueños de Navidad, en los caminos blancos y fríos de diciembre, de enero, cuando la yerba pinta el campo para los hombres del campo y para los poetas. Quisiera hallar en la ventana del 6 de enero -o en la ventana de cualquier día, miren si les doy facilidades- la voz de mi padre, sus ojos, su sonrisa, el calor de sus manos, su aliento, siquiera el olor de aquel rey mago de todos los días de mi vida, que siempre vino cargado con la bondad y una mirada de esperanza. Quisiera recuperar el tiempo, el tiempo de mi infancia -sin juguetes, sin lujos, sin desahogo de familia pudiente- en el campo, en las calles abiertas del día, en los ratos largos -aquellos ratos en los que un niño podía cumplir años dos veces- del juego en libertad, los días del camino a la escuela en busca de la aventura de hallar una palabra nueva, una nueva ciudad, un pasaje de la historia que estaba al volver la página del libro recién abierto.
Escribo con esa esperanza, la de hallar lo perdido, lo arrancado sin que apenas me diera cuenta. Quiero hallar las voces de mis amigos que se fueron una tarde entre dobles y rezos, unas coronas y un olvido que empezó a madurar apenas se puso el sol sobre las tapias del cementerio… Quiero que me traigan las noches frías de la familia unida y reunida, que se cerraba la puerta de la casa y era como cerrar la mano: todo quedaba dentro. Quiero los días de sueño, la imaginación desnuda, aprendiendo a andar por las palabras, las ideas, las luces del día, la lluvia, la tierra, la noche… No quiero pensar que perderé para siempre todo lo perdido. Debe de estar en algún sitio, majestades, Reyes Magos amigos. Tráiganmelo, ahora que los días distintos empiezan a contar ausencias, sin piedad, y descubrimos que estamos más solos de lo que creemos. Tráiganme los ojos, la voz del recuerdo travestido de olvido, el recuerdo que golpea en las paredes del corazón, de la memoria. Tráiganme los días felices, idos, lejanos, ¿perdidos?, míos, que los siento aquí, donde la verdad no admite rincones para que la escondamos. Tráiganme silencio, paz, concordia, inocencia, fe, ilusiones… Les escribo para que me traigan todo eso, y más, las viejas palabras gastadas que alguien conserva todavía a la orilla de una esperanza… A cambio, llévense la edad, el triste saber del camino andado, los años de camino, esto que llaman valor de la edad, la posición, la holgura, el reconocimiento social, el mentiroso éxito de lo diario, de lo que no podrá ser eterno nunca, o sea, estas hojas falsas de este árbol de plástico en que se ha convertido el esqueleto.
Porque también les escribo para que recojan esta equivocada cosecha que soy. Para que se lleven todos estos trabajos, todos estos muebles, todos estos bienes, todos estos logros, todos estos fracasos que llaman triunfos… Quiero lo perdido, que es lo más deseado, “se canta lo que se pierde”, dijo un poeta de la tierra. Porque ya, majestades, nada de lo que tengo me puede hacer del todo feliz. Porque ya todo esto que soy depende de lo que tuve y no tengo. Y ya nada de lo que ayer buscaba y hoy he hallado, tiene el sabor de la búsqueda. Yo buscaba esta edad, estos trabajos, esta casa, estos muebles, estos días míos con otras gentes, por un camino que no es éste, con una ilusión que no es ésta. He llegado, más o menos, al sitio que pretendí, pero no están quienes yo soñaba que estuvieran conmigo para celebrarlo. Esto ha sido despertar y no hallar del sueño más que el aire amargo de la ausencia.
Por eso pido mi niñez, mi tiempo, siempre ancho, los míos, quienes estaban conmigo construyendo este sueño. Pido mi inocencia, mi fe, mi ilusión. Pido el niño que no se me muere, el que se entristece cuando me ve mayor y peor que solo: lleno de ausencias terribles.
Pónganme en la ventana de cualquier día -sigo dando facilidades, ya ven- cualquier día de aquellos en los que yo creí que el despertar de los sueños tendría los mismos personajes que el inicio. Busquen entre esos bultos; es posible que, escondido entre una ilusión y una esperanza, unas cartas de torpe trazo y una fe, hallen un chiquillo que creyó en todo una vez. Incluso, y a pesar de todo, en ustedes.”
No sé si me recordarán: soy el lejano niño aquel que medio aprendió a escribir en este ruego epistolar, hace ya tantos años… Sí, el que pedía todo lo que no recibió y que se conformaba -bueno, se conformaba…- con lo que le decía su padre: “Los Reyes no habrán dado con el pueblo, hijo. Este pueblo está muy lejos”. Yo no me conformaba, porque a los vecinos ricos de la calle sí que les traían cosas, las que pedían y las que ni podían imaginar, que no sé cómo a mí no me traían siquiera lo que ellos no esperaban y les sorprendía.
Soy aquel niño que todos los años, sin perder ni una hoja de esperanza, volvía al papel, a la tinta, al ruego, al buzón (¿en qué valija del aire están, esperando respuesta, todas las cartas de niños pobres de la historia?)… Magos de mi infancia, benditos y siempre perdonados Magos de mi niñez, aquella niñez que al final acababa siempre igual: jugando en el corral, en un montón de tierra, con sus propias manos, unas manos que querían hacer todo lo que hubieran hecho los regalos que nunca tuve. Mis Reyes, como no había noticias de ustedes, fueron los niños que se cansaban de sus juguetes, que los daban, averiados, pero los daban. Y yo convertía mi juego en un país de inválidos que me hacían feliz.
Soy aquel niño que si bien no lloró nunca al ver su ventana sin los juguetes pedidos, lloró cuando alguien le dijo que los Reyes eran los padres… Y es que, por pobres que fueran ustedes, más pobres eran mis padres, y a mis padres sí que no podía yo pedirles aquel mundo de los escaparates del pueblo: una escopeta, un balón, una bicicleta… De modo que lloré por pobre, no por ser un niño sin juguete, no porque los Reyes no dieran con mi pueblo. Lloré como lloro ahora, Reyes Magos de mi edad adulta, Reyes Magos de todos los 6 de enero vividos con conciencia. Y no lloro tanto por lo que no me traen como por lo que se han llevado las estrellas, el viento, el río, el tiempo. No sé también si ustedes saben que mi infancia quizá duerma en una de esas cajas de la vuelta a Oriente, en cualquier bulto de sobra, que hay infancias que saben esconderse entre los juguetes y los sueños y no hay quien las encuentre. Si lo sabré yo, majestades…
Les escribo no para que me traigan lo que nunca me llegó, sino para que me devuelvan lo que fue mío, mío, egoístamente mío, y que se me perdió en las huellas de sus camellos, en los sueños de Navidad, en los caminos blancos y fríos de diciembre, de enero, cuando la yerba pinta el campo para los hombres del campo y para los poetas. Quisiera hallar en la ventana del 6 de enero -o en la ventana de cualquier día, miren si les doy facilidades- la voz de mi padre, sus ojos, su sonrisa, el calor de sus manos, su aliento, siquiera el olor de aquel rey mago de todos los días de mi vida, que siempre vino cargado con la bondad y una mirada de esperanza. Quisiera recuperar el tiempo, el tiempo de mi infancia -sin juguetes, sin lujos, sin desahogo de familia pudiente- en el campo, en las calles abiertas del día, en los ratos largos -aquellos ratos en los que un niño podía cumplir años dos veces- del juego en libertad, los días del camino a la escuela en busca de la aventura de hallar una palabra nueva, una nueva ciudad, un pasaje de la historia que estaba al volver la página del libro recién abierto.
Escribo con esa esperanza, la de hallar lo perdido, lo arrancado sin que apenas me diera cuenta. Quiero hallar las voces de mis amigos que se fueron una tarde entre dobles y rezos, unas coronas y un olvido que empezó a madurar apenas se puso el sol sobre las tapias del cementerio… Quiero que me traigan las noches frías de la familia unida y reunida, que se cerraba la puerta de la casa y era como cerrar la mano: todo quedaba dentro. Quiero los días de sueño, la imaginación desnuda, aprendiendo a andar por las palabras, las ideas, las luces del día, la lluvia, la tierra, la noche… No quiero pensar que perderé para siempre todo lo perdido. Debe de estar en algún sitio, majestades, Reyes Magos amigos. Tráiganmelo, ahora que los días distintos empiezan a contar ausencias, sin piedad, y descubrimos que estamos más solos de lo que creemos. Tráiganme los ojos, la voz del recuerdo travestido de olvido, el recuerdo que golpea en las paredes del corazón, de la memoria. Tráiganme los días felices, idos, lejanos, ¿perdidos?, míos, que los siento aquí, donde la verdad no admite rincones para que la escondamos. Tráiganme silencio, paz, concordia, inocencia, fe, ilusiones… Les escribo para que me traigan todo eso, y más, las viejas palabras gastadas que alguien conserva todavía a la orilla de una esperanza… A cambio, llévense la edad, el triste saber del camino andado, los años de camino, esto que llaman valor de la edad, la posición, la holgura, el reconocimiento social, el mentiroso éxito de lo diario, de lo que no podrá ser eterno nunca, o sea, estas hojas falsas de este árbol de plástico en que se ha convertido el esqueleto.
Porque también les escribo para que recojan esta equivocada cosecha que soy. Para que se lleven todos estos trabajos, todos estos muebles, todos estos bienes, todos estos logros, todos estos fracasos que llaman triunfos… Quiero lo perdido, que es lo más deseado, “se canta lo que se pierde”, dijo un poeta de la tierra. Porque ya, majestades, nada de lo que tengo me puede hacer del todo feliz. Porque ya todo esto que soy depende de lo que tuve y no tengo. Y ya nada de lo que ayer buscaba y hoy he hallado, tiene el sabor de la búsqueda. Yo buscaba esta edad, estos trabajos, esta casa, estos muebles, estos días míos con otras gentes, por un camino que no es éste, con una ilusión que no es ésta. He llegado, más o menos, al sitio que pretendí, pero no están quienes yo soñaba que estuvieran conmigo para celebrarlo. Esto ha sido despertar y no hallar del sueño más que el aire amargo de la ausencia.
Por eso pido mi niñez, mi tiempo, siempre ancho, los míos, quienes estaban conmigo construyendo este sueño. Pido mi inocencia, mi fe, mi ilusión. Pido el niño que no se me muere, el que se entristece cuando me ve mayor y peor que solo: lleno de ausencias terribles.
Pónganme en la ventana de cualquier día -sigo dando facilidades, ya ven- cualquier día de aquellos en los que yo creí que el despertar de los sueños tendría los mismos personajes que el inicio. Busquen entre esos bultos; es posible que, escondido entre una ilusión y una esperanza, unas cartas de torpe trazo y una fe, hallen un chiquillo que creyó en todo una vez. Incluso, y a pesar de todo, en ustedes.”
La mayoria le pediremos todo eso a los reyes magos. Una carta emocionante.
ResponderEliminarGracias rincon del alma.
Muchos nos sentimos identificados con ella.
ResponderEliminarGracias Anónimo.