Después de que Dios concluyera la creación de los
animales y de decidir cual sería el lugar de cada uno en la tierra, aún quiso
regalarles un último don y convocándoles a Su Presencia, les dijo:
-Os he dado las cualidades y la figura que tenéis, según
me ha parecido que seria bueno para la vida que habréis de llevar de ahora en
adelante pero quiero concederos una gracia a cada uno. Pedidme aquello que
deseéis tener y os lo daré.
Aquellas palabras llenaron de alegría a los animales y todos
pidieron alguna cosa. El león quiso tener la melena más espesa, el conejo unas
orejas grandes y móviles, el oso pidió que le permitiera dormir todo el
invierno, el perro que le concediera ser amigo del hombre, la jirafa quiso ser
muy alta y el canario cantar exquisitamente. Y a todos complació el Señor pero
cuando ya iba a retirarse creyendo que ningún animal quedaba sin satisfacer, la
abeja zumbó, enfadada:
-Señor, aún falto yo.
-¿Y que es lo que deseas, abeja?. Te he dotado de ojos
maravillosos, capaces de ver todos los colores, puedes volar, entenderte con
tus compañeras y fabricar una miel dulcísima; pero si crees que te falta algo,
te lo concederé.
-Lo que yo quiero es que los hombres no puedan recoger el
fruto de mi trabajo. No quiero que me quiten la miel. Deseo que me dotéis de un
arma para herir al que quiera robarme.
-Abeja, la miel será suficiente para todos. Te sobrará
para compartirla.
-Señor, vos habéis dicho que nos concederíais una gracia
y yo deseo un arma para defender mi miel.
-Así será -dijo el Señor -. Tendrás un aguijón para
proteger tu miel, pero en castigo a la mala voluntad que has demostrado, cuando
lo claves en un ser vivo, morirás.
Y eso es lo que sucede desde entonces.
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