domingo, 16 de diciembre de 2012

DIANA




Era una noche sin luna. Las estrellas garabateaban ante sus ojos sagas heladas, destellos de los cánticos del espacio invicto. Estaba solo. Su corazón resonaba en medio del silencio.
Su mano buscaba en vano la piel suave de su amada junto a él, mas sus dedos se deslizaron por la superficie de la piedra del tejado sin encontrar más que frío.
Soledad.
Y en su mente estaba ella. Sonriendo. Llamándolo por última vez. Cuan cruel es el destino. Qué dura la vida.
Rabia.
El sonido de su voz, tan tierna, tan dulce. Y su olor a azahar y naranjas amargas. Aquel primer beso en un banco a las orillas del Guadalquivir, enfrente de Triana. Espléndida noche. Agudo dolor del recuerdo de lo perdido; de lo pasado.
Y a pesar de las heridas, aún la amaba. Aún suspiraba por ella cuando el contacto invisible de sus labios junto a los suyos lo embargaba al pensar en aquella mujer.
Sueños amargos que lo hacían despertar de madrugada y horas eternas de sufrimiento sin dormir, mirando desde la cama a través de la ventana vacía, creyendo ver más allá del cristal donde quiera que estuviera Diana, quizá entre los brazos de otro hombre.
Cerró los ojos.
Un amor hecho añicos. Un corazón apaleado, destrozado. Confianza traicionada y deseos imposibles. Un viaje sin retorno a través de la desesperación, negándose a admitir lo ocurrido. Diciendo no a perderla. Pronunciando su nombre en voz alta; gritándoselo al viento confiando en que se lo llevase hasta ella.
Pero no.
Ella no iba a volver. La había perdido para siempre; para siempre.
Frustración.
¿Por qué él había sido tan inútil? ¿Por qué no la había querido tanto como se merecía? Una vez la había tenido allí, acurrucada en su regazo, dedicándole tiernos besos y enredando sus dedos en su pelo largo, sedoso. Y ahora eso no volvería a repetirse, jamás. O tal vez en sus pensamientos y sueños, o quizá pesadillas.
Apretó los puños con fuerza. Se echó hacia atrás. Tenía un nudo en el estómago, algo permanente y severo que parecía azuzarle diciéndole que estaba ahí y no pensaba irse.
«Es mi culpa… mi culpa… Diana, por favor… vuelve conmigo. Te necesito…», se decía una y otra vez.
—Diana… —susurró.
Y un soplo de brisa fresca se llevó sus palabras.
No se lo iba a perdonar nunca. No podía olvidarlo. Diablos. Maldijo por lo bajo.
—Te quiero, Diana… te quiero —le dijo a las estrellas.
Unas lágrimas afloraron a sus ojos y se quedaron ahí, haciendo borrosos los puntitos de luz del cielo. Al cabo del rato discurrieron por su rostro dibujando un rastro de nostalgia y dolor hasta ir a estrellarse en la piedra.
Un perro aulló a lo lejos.
El móvil comenzó a sonar y a vibrar en el bolsillo de sus vaqueros. Con pesar David lo sacó y sintió una punzada al ver en la pantalla:     
 
                                        «Diana»


Anónimo

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