viernes, 9 de noviembre de 2012

SANTA ELENA Y EL VALLE DE TENA


Cuenta la leyenda que...
En Biescas, a la entrada del Valle de Tena, encima de un fortín militar que gracias a Dios está en desuso desde hace mucho tiempo, se levanta como una atalaya la ermita de Santa Elena. Desde ella se domina perfec­tamente el estrecho congosto del Gállego, único camino hacia Francia. Su pequeña pero airosa torre puntiaguda se divisa desde todos los sitios.

Todos los años, una nutrida procesión que llaman "de las Cruces", sube hasta la ermita. Va por el camino viejo, a la orilla izquierda del río. Hasta tres veces al año es costumbre subir en romería al santuario: el tercer día después de la Virgen de agosto, el 13 de junio, día de San Antonio y además ocho días antes de esta fecha, que es el día de las Cruces porque todos los pueblos de alrede­dor acuden a ella con su cruz parroquial al frente.

El camino es tortuoso, empinado y a veces bordea casi el abismo. Aquí y allá quedan todavía algunos ves­tigios de una (o varias) calzada antiquísima, probablemente anterior a la dominación romana que nunca con­siguió ser plena en el Pirineo.

Algo antes de llegar al "Puente del Diablo", en el Acrucifierro, los romeros se detienen junto a un pedrus­cón a orillas del camino. Tiene forma de rústica butaca, con su respaldo y todo.

Se llama "la silla de Santa Elena" y es que la tradición dice que en ella se sentó la santa a descansar, después de apagar su sed y lavarse los pies en la fuentecilla que mana unos cuatro metros más arriba de la silla. La fuente se conserva en perfecto estado, y por supuesto también la silla.

Pocas mujeres en la antiguedad latina han estado tan rodeadas de leyendas como Santa Elena, la esposa de Constancio Floro, que fue luego cristiana penitente y finalmente madre del Emperador Constantino el Grande y emperatriz ella misma.

Lo más importante de su vida y lo que le dio mayor fama parece haber sido la expedición a Jerusalén, en pleno siglo IV, en busca de la Cruz del Salvador. De ahí que su culto se relacione frecuentemente con la Cruz.

Precisamente, excavando en el monte Calvario de Jerusalén encontraron no una cruz, sino muchas ya que era el lugar en donde se ajusticiaba, crucificándolos, a los malhechores. Era difícil adivinar cuál era la auténti­ca cruz de Jesús y entonces a la santa emperatriz se le ocurrió lo que podría ser una prueba definitiva. Había en la expedición un soldado de su escolta que había con­traído la lepra en el viaje. Elena hizo que tocara las diversas cruces que habían encontrado y al llegar a una determinada, solamente con rozarla quedó instantánea­mente curado de la enfermedad maldita. De esta manera se descubrió la que empezó a llamarse desde entonces "Vera Crux", la cruz verdadera.

Entre las muchas leyendas antiguas referidas a Santa Elena, contamos con una, preciosa, en el Alto Aragón, y más concretamente en el valle que nos ocupa en donde se le tributa especial veneración y no es para menos.

Perseguida por cristiana, antes de la conversión de su hijo al Cristianismo tras la batalla de Puente Milvio que ganó a los bárbaros del norte gracias a la Cruz, Elena huyó a Francia y de ahí a España. Y aquí llegó, tal vez con la intención de trasladarse luego a Inglaterra de donde era oriunda, y se refugió en las anfructuosidades del Pirineo.

Pero sabía que sus enemigos no iban a dejarla tran­quila tan fácilmente. Por odio a lo cristiano. Porque temían su influencia materna en el Emperador que podía llegar a abandonar los dioses del Imperio, como efecti­vamente sucedió más tarde. Era para ellos importantísi­mo capturar a Elena y seguían su pista con tenacidad. Y tras sus huellas llegaron también a España y al Pirineo.

Y sigue la leyenda diciendo que unos labradores estaban sembrando mijo en un campo cercano cuando la vieron sentarse agotada en la piedra. Al ver su tristeza y abandono se acercaron a consolarla. Ella les explicó la persecución de que era objeto a causa de su fe en Jesu­cristo. Les habló con tal dulzura y convicción del joven Maestro muerto en la cruz que aquellos fueron los primeros cristianos de Aragón. Ellos le indicaron el camino de una cueva muy oculta en donde podía escon­derse. La santa les agradeció su acogida y sólo les pidió que si llegaban por allí sus perseguidores, que no la delatasen. Pero que tampoco les dijeran mentiras, por­que el embustero no puede agradar a Dios. Por fin, reanimada, siguió su camino monte arriba buscando el cobijo de la gruta que le habían indicado los labradores.

Por un milagro divino aquella noche creció y floreció el mijo del campo que habían sembrado los campesinos el día anterior. Cuando aparecieron los perseguidores y les preguntaron si habían visto a Elena, ellos contestaron que sí, porque no podían mentir: que había pasado por allí el día en que ellos estaban sem­brando ese campo. Esto les desconcertó completamente ya que creían estar muy cerca de ella, y pensaban con razón que el mijo tarda unos cuantos meses en dar su cosecha.

Naturalmente, no pudieron encontrarla. Y eso que estuvieron muy cerquita de ella: en la misma entrada de la gruta. Pero aquella noche, una araña había tejido su tupida tela en la misma entrada de la cueva con lo que ellos desistieron de entrar. Santa Elena pudo escapar y más tarde sería coronada Emperatriz.

Las gentes del valle edificaron una ermita junto a la cueva que le había servido de refugio y al lado brotó "la Gloriosa", fuente de agua intermitente que los tensi­nos aseguran que tiene propiedades curativas.

La "Gloriosa" siempre ha estado rodeada de mis­terios; es imposible saber cuándo va a manar. Cuando lo hace su caudal es abundantísimo, más que todas las demás fuentes intermitentes que se conocen en el valle.

Y cuenta otra leyenda que un vagabundo de esa comarca peregrinó a Tierra Santa por un voto que tenía ofrecido al Señor. El viaje fue muy historiado ya que estuvo a punto de caer en manos de piratas. Pero al cabo de unos meses, con su bastón y su calabaza de "palme­ro" pudo llegar a Palestina.

Como todos los penitentes, también él bañó sus pies en el río Jordán, en el sitio en que la tradición asegura que fue bautizado Jesús. Pero tuvo la mala suerte de perder el bastón que había tallado con verda­dera ilusión para que le acompañara en su caminata.

Aunque algo contrariado por el percance, volvió a España y a Biescas. El viaje le había impresionado mucho y deseaba dedicarse a Dios. Un día subió a la ermita de Santa Elena para rezar y allí se quedó de ermitaño.

Pasados unos meses, en una de las inesperadas apariciones de la "Gloriosa", con el agua que manaba apareció ante sus ojos atónitos su bastón perdido en el Jordán.


Anónimo (Aragón)

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